POR FIN JUNTAS
- Mariana Castañeda
- 7 mar 2020
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 17 mar 2020
La abuela Virginia siempre me pareció una mujer intrigante. No era de esas abuelas a las que corres a abrazar cuando llegas, Todo el tiempo la encontrabas haciendo algo, era callada y tenía una mirada como si pudiera ver lo que hay detrás de las cosas, y eso me inquietaba. A veces nos sorprendía, como el día de su cumpleaños número ochenta, cuando alguien le preguntó qué deseaba de regalo y ella sin vacilar contestó -¡una víbora!-. Nadie sabía de su excéntrico gusto, mucho menos que a esas alturas de la vida quisiera cuidar de un animal como ese. Pero después de un largo rato de escuchar letanías acerca de lo difícil que era tener y alimentar a una, aunque nadie de los que estábamos ahí había tenido una víbora antes, la abuela seguía decidida; y como nunca les había pedido nada en la vida, no tuvieron de otra más que conseguirle una.
El tío que solía procurarla más, se la compró y durante los meses siguientes no supimos nada acerca de la abuela y de su nueva inquilina. Decía que no quería salir y que tampoco quería visitas, que estaba ocupada. La última vez que la vi fue el día que le entregué la invitación a mi boda, ella solo entre abrió la puerta, me miró y sonrió. Sin decirnos nada, le entregué el sobre y sonreí también. Pocos días después, falleció.
El día que la velaron, la víbora que estaba en su vitrina perfectamente cerrada, desapareció. Mis tías la buscaron por toda la casa con todo el pavor que les significaba encontrarla. Tres días completos y sin tener ninguna pista de su paradero las hizo convencerse de que se había ido, pero no a mí. Yo me quedé extrañada por aquel acontecimiento, así que decidí regresar a buscarla.
Al principio iba cada semana, después casi diario, aún ya estando casada. Me gustaba ir y sentarme en la única silla que dejaron de la abuela, me salía al patio e intentaba sentirme como ella, mirar como ella. Ya estando ahí, siempre venía a mi mente aquella víbora, la única compañía en sus últimos días. Y de pronto un día, de la nada y entre las macetas, la vi. Era ella, su cola negra con tonos ocres abrazaba la rama de una planta y me miraba con la misma atención que yo lo hacía. No sentí miedo, todo lo contrario, quise acercarme y me pare de inmediato, pero temiendo espantarla me detuve. Y entonces, ella se acercó a mí levantando su cabeza como si quisiera verme de cerca, yo me quité mi chaqueta lentamente y se la arrojé para cargarla y llevarla a casa conmigo.
La observe durante días en su nueva vitrina, como queriendo descifrar algún acertijo, pero sintiendo al mismo tiempo un certero alivio. Mi esposo sin entenderlo, me hacía preguntas como -¿otra vez ahí?, ¿qué le ves a ese animal?-. Pero yo no entraba en discordias, tener a la víbora de mi abuela en casa me hacía sentir una tranquilidad que no necesitaba explicar. Las ganas de hablar menos con él y más con ella, se hicieron evidentes. Nos volvimos grandes amigas, yo le platicaba mis días y mis cosas; a veces le cantaba o le leía el periódico y siempre hablábamos de la abuela. Pasábamos las noches charlando mientras yo preparaba la cena, bebíamos agua ardiente, el favorito de la abuela, y cantábamos sus canciones rancheras. Y reíamos, cómo reíamos.
Durante un tiempo no supe de nadie, era como si todos hubieran desaparecido. Después, todos querían visitarme: mi mamá, mis tías, algunos primos que no creían lo que decían de mí, y algunos amigos que después de irse no querían creerlo, porque una vez que entraban y me veían, se iban, siempre callados. Excepto mi esposo, él fue el último en irse. Solo recuerdo que hacía mucho ruido por toda la casa, que gritaba, y a veces tomándome de la cara, lloraba. Hasta que un día se fue, dejando en su lugar un sobre con papeles.
No sé cuánto tiempo hemos estado aquí, pero la víbora y yo seguimos inseparables. Me gusta pensar que la abuela está contenta por haber encontrado a su víbora, y que lo que quería en realidad cuando pidió ese deseo, era que estuviéramos juntas, ella y yo, por fin juntas.

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