Desahogos y confesiones posmodernas
- Mariana Castañeda

- 10 ago 2020
- 4 Min. de lectura
No escribía desde hace un mes exactamente. Y no por avara, se los prometo, pero andaba ocupada en continuar con lo que sigue después de sobrevivir que creo es vivir.
No andaba muerta, ni de parranda, pero sí en un punto medio entre esa frase célebre, que le hace justicia a uno que otro desaparecimiento. A decir verdad, después de sentirme casi libre de todo mal y de sentirme con la fuerza que se requiere no sólo para existir sino para vivir, (que para mí no es lo mismo) me sentí un tanto perdida, como si fuera una foránea recién llegada a un territorio, sin saber cuál es el norte y para dónde queda el sur.
¿En qué me quedé? ¿qué estaba yo haciendo antes de esto? ¿qué sigue ahora? Eran algunos de mis cuestionamientos todos los días después de terminar las sesiones de yoga que ahora retomaba como parte de mi recuperación. "Poco a poco", me decían todos los que me preguntaban sobre mi estado de salud y después de que les comentaba que ya estaba regresando al ejercicio. "Poco a poco", me repetía yo cuando tampoco sabía qué seguía en mi día después de comer. El descanso se volvió mi nuevo inquilino en donde no se puede hacer mucho porque hay que atenderlo. Pero éste también poco a poco fue demandando cada vez menos atención.
Estar quieta no es mi fuerte, mi hermano dice que tengo mucha energía y que por eso hago y deshago, y que luego no conforme, quiero que los demás me sigan el paso. Y aunque en el fondo creo que es solo una excusa que me dice para no hacer algo, en parte tiene razón. Suelo irme a los extremos y más cuando de dar todo se trata o cuando me siento con el compromiso y con la responsabilidad sobre algo.
Ahora recostada en mi sofá veía las tardes irse y las noches llegar sin ninguna prisa ni mucho quehacer y en esos momentos recordaba mis días de trabajo arduo, de mi tendencia a agotar toda energía, a esforzarme por alcanzar a hacer más cosas, a regresar tarde, dormirme tarde, dejando para el último mi descanso y mi salud. Recordaba los días en donde vivía al límite, donde me acostumbré a levantarme con taquicardias dirigidas al unísono de la alarma, a que mi respiración fuera corta y casi imperceptible, a que las palabras como: tener tiempo, hacer ejercicio, salir a divertirme fueran solo eso, palabras huecas y sin un ápice de tomarlas en serio y a dejarlas para el eterno después. Así era como repetidas veces en mi vida, me hundía en una depresión de esas que solo te enteras que la tienes porque algún objeto se te cae al suelo y te hace llorar, porque la sensación de querer dormir y no despertar te hace llorar, o porque simplemente el cuerpo colapsa, tiembla y se enferma con fuerza, y también eso te hace llorar.
Me costó mucho tiempo y trabajo entender que no tenía que abusar de mi misma para ser suficiente, que no necesitaba dar el doscientos por ciento, pues con el cien bastaba. Esto implicó ir hacia adentro, y créanme, descubrir y enterarme de dónde venía esa exigencia por alcanzar y por ser la mejor, fue tan doloroso como revelador.
Me di cuenta que yo tengo el síndrome del estafador, que es nada más que la sensación de no estar dando lo mejor y por eso quiero dar más de lo que me piden; es un sentir que engaño a la gente cuando algo que hago me es fácil o no me representa mucho trabajo. La cura para eso no la hay, solo un tratamiento que debo aplicar diariamente: aprender a autorregularme, hacerme consciente de cuando realmente no quiero hacer algo, o cuando me estoy llevando a mi misma o a alguien al desgaste, y después aprender a manejar la culpa que viene después de detenerme. Meditar también ha sido mi aliado en esto.
Pero en tiempos donde el sentir que uno no está haciendo mucho o no estás logrando nada, y donde la ansiedad, pero también la imaginación y la creatividad te hace hacer otras cosas que no tenías planeadas, toca simplemente fluir en ellas y sorprenderse. Como mi amiga Mariana, una chica que conocí en un taller hace un año y que apenas nos conocimos, nos dimos cuenta que no solo compartíamos el mismo nombre, la misma edad y carrera, sino casi los mismos rollos mentales, las dos somos intensas.
La semana pasada mi tocaya me habló para saber cómo seguía y le dije que bien, que no hacía muchas cosas pero mi cabeza estaba ocupada en pensar qué seguía y cuál era plan de ahora en adelante; ella me platicó de sus clases que ahora da a niños y de lo estable que se siente aun cuando no está haciendo lo que le gusta hacer que es actuar. Y así sin querer, la conversación terminó en una especie de desahogo y confesión posmoderna. "Sabes qué, como que me siento a gusto en esta incertidumbre... ante no saber qué sigue, me relajé y me siento libre sin la presión del éxito. La pandemia vino a relajar mis expectativas y la presión que tenía sobre ellas".
"Sí, afirme con todo el cuerpo, como que ahora tenemos permiso de no tener éxito en todo. Ahora no está mal visto tener detenido algo, replantearse cosas, dedicarse a algo distinto."
A ambas nos asusta la idea de detener nuestra carrera, nos carcome el ansia pensar que pudiéramos estarnos perdiendo de oportunidades, si no hacemos, si no insistimos. "Ya volveremos a darlo todo", le dije, y ella afirmó con la misma seguridad con la que nos sabemos entronas y tenaces. Nos despedimos con mucha emoción y con la tranquilidad que nos había dado nuestra reveladora plática.
Y a mí, se me quedó grabada esa frase, "me siento libre sin la presión del éxito". Por supuesto, pensé, hacemos muchas cosas con ese único objetivo y no sabemos dónde dejamos el motivo real por el que nos propusimos a hacerlas. Qué importante es la pausa y qué regalo me da ahora.
¿Qué haría yo, si no tuviera que tener un éxito rotundo en ello? Se me ocurren tantas cosas que ahora puede ser un buen momento para explorarlas, o no, pero lo que impera en esas ideas, es la emoción tan sencilla y relajada que me produce el pensar en hacer algo solo por el gusto de hacerlo, sin tantas expectativas.
Después de todo esta pandemia no solo trae sustos sino también sorpresas.





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