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Donde todo termina y todo comienza.

No creo que un cambio de año sea el final de todo mal y todo daño, como tampoco creo que ese bicho raro desaparezca pronto como nuestra mente lo quiere creer, pero si algo nos dejó claro este año tan sacudidor de todo un poco, es que lo que creemos puede cambiar un día y lo que conocemos también.


Mientras eso pasa, sigo creyendo en el poder de las palabras que reconfortan cuando salen de nuestro interior a manera de inventario, despedida y agradecimiento. Así que aquí les comparto un ritual que hago cada fin de año: una carta a este año que me enseño tanto y del que puedo despedirme ya con cariño.


Querido 2020:

Si algún día amé hacer planes, contigo aprendí a tenerlos claros, pero también a dejarlos libres.


Me enseñaste a no dar nada por hecho, y a decir el “ya veremos” con hechos. Poniendo un poco de mi parte, y otro tanto apuntándole a la suerte que cada tanto me llegó y otras veces me faltó.


Me trajiste la esperanza, la emoción y el brincoteo de la posibilidad de lograrlo todo, y luego de nuevo, me las quitaste provocando un bajón cual montaña rusa de todas mis expectativas y deseos.


Aprendí que no debo llorar tanto por las personas que me hicieron reír mucho y que finalmente se fueron, y a saber que siempre llegarán otras, siempre. A recuperarme de los buenos momentos que tenían fecha de caducidad y donde te agradecí el que quedaran en mi memoria por siempre.


Sin preguntarme, me encerraste con mi hermano y con su instinto protector y siempre con buen apetito, él cuidó de mi y me dejó ser, haciendo pactos y acuerdos me dejó en claro que si algún día nos quedamos solos, nos tenemos a ambos.


Me regalaste la perdida de la forma y el tiempo, las horas que ya no marcaba el reloj sino el sol, el hambre y el sueño. Me diste la dulce y deliciosa compañía del silencio, de las ideas y de mis escritos a toda hora. Y con ello me trajiste algunos cómplices y testigos de mis primeros pasos por la literatura y el mundo digital.


Me llevaste por la magia de los contrastes, me hablaste del universo, de la astrología, de plantas y naturaleza, y con ello, me hiciste conocer y entender mis propios ciclos, mi parte bruja y misteriosa.


Descubrí que soy amante de los encuentros fortuitos y desordenados que me da la intrepidez de conocer a extraños, amante de las historias y del camino que los trajo aquí y de lo que nos hizo encontrarnos; que me enriquecen las diferentes culturas, los idiomas pero sobre todo encontrar que la amabilidad tiene el mismo significado y poder de cambiarlo todo, no importa de donde seas.


Con ello, observé la fuerza que tienen mis relatos y me atreví a escuchar las historias que me cuento. Reconocí que yo aprendo platicando, y que las respuestas que tanto buscaba también me buscan a mí y que muchas están en la palabra del otro.


Me volviste a poner frente al miedo, ese que hace un tiempo me paralizó, y decidí que esta vez haría las paces con él, porque entendí que hay que elegir las batallas, y que ninguna vale la pena si al intentar ganarlas me perderé a mí misma.


Me sorprendiste con un par de personas que vinieron a estar y apoyarme aún sin conocerme, no importando cuan extraño me pareció ese hecho, aprendí que no tiene nada de malo recibir ayuda sin dar nada a cambio. Que no soy más débil si no me hago la fuerte, pero que sí puedo perder si no aprendo a recibir.


Conocí la debilidad, la perdida de dos sentidos, la estancia de un ser vivo nuevo en mi sistema y la información que vino a dejarme. Me costó descifrar el código que viene debajo de lo no comprendido, del arrebato de lo conocido tan brusco e incómodo como lo es el caos, pero me regaló el deber de la paciencia, y la empatía conmigo misma antes que cualquier otra cosa.


Y me enojé, cómo me enojé con todo y por nada, pero esta vez me atreví a hacerlo ya sin tanta culpa. No sabía que lo que vivía era el duelo por la perdida, el fallo y el cambio indiscutible y constante que es el vivir. Y me rendí, por fin me rendí.


Me enseñaste que la incertidumbre es inmanente al ser humano, que las estructuras son ese lugar seguro que hay que romper pues solo son sanas y necesarias si te va a permitir expandirte en medida que creces.


Me di cuenta que tener grandes expectativas no me llevó nunca a ningún buen lado, todo lo contrario, me percaté de toda la energía que se desperdicia en la búsqueda de la perfección y del daño que provoca.

Aprendí que descansar no es rendirse, y que cambiar tus sueños no es fracasar ni conformarse, es transformarse.


Finalmente dejé algunas reglas aprendidas y comencé a crear las mías, porque ahora entiendo que es mi vida la que tendré en mis manos cuando todos se hayan ido, o cuando decida disfrutarla en compañía.


Ahora sé que los finales y los inicios no solo vienen con un cambio de año, ni con la despedida de alguien. La vida está llena de eso, y es la cotidianidad con lo tuyo y los tuyos lo que finalmente algún día extrañarás, y que si has de despedirte no dirás lo que odiaste, sino lo mucho que amaste.


Sé también que los mejores días de mi vida no solo están en los viajes, en las fiestas con amigos y triunfos en mi carrera, también se viven a solas, leyendo y encontrando algo que te cambia, jugando con un sobrino y con tu mascota, riendo con tu mejor amiga.


Y si me devolviste un favor, fue el de volver a abrazar, a eso, gracias.


Así que te espero vida siempre viva, siempre presente; esperando que me mantengas despierta por muy incómodo que esto sea, y que me permitas estar y respirar porque es ahí donde todo termina y todo comienza.



 
 
 

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ACTRIZ MARIAN CASTAÑEDA

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