El empujón que necesitaba.
- Mariana Castañeda
- 17 abr 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 17 abr 2020
Mi hermano arregla todo con azotones y empujones, es su modo operandi. Siempre se lo digo y lo sigue haciendo, quizás porque no sabe hacer las cosas de otro modo. Y aunque ya me acostumbré que así algunas cosas las rompa, las tire o las destruya, hoy recuerdo aquellas que también arregla y construye.
Cuando él y yo éramos pequeños, íbamos a visitar a mi papá a su casa que nos queda cuesta arriba y a siete cuadras de la nuestra. Yo odiaba subir caminando con él porque siempre me hacía caminar a su ritmo, no solo él era más grande sino más rápido y se desesperaba de que no me apurara o me distrajera. A mí solo me gustaba caminar a mi propio paso y sin presiones, pero cuando menos veía, ya estaba él a una cuadra y media o dos más delante de mí y se detenía para voltear a verme, yo hacía como que me apuraba para que no me esperara y a veces lo lograba, pero otras, cansado de mis engaños, se regresaba por mí y a empujones me “ayudaba” a avanzar, como si yo tuviera ruedas en los pies y eso me hiciera ir más rápido, consiguiendo únicamente que yo me tropezara o me lastimara la espalda y terminábamos peleando hasta que llegábamos con papá, rojos, agitados y enojados.
Siempre me molestó que me presionara, y me enojaba que no le importaran cosas que a mí sí; nuestras peleas siempre fueron por eso.
Hoy que es mi compañero de confinamiento, observo la dinámica que tenemos y que nos hace funcionar ya cada vez más sin tantos enojos y sin muchos reclamos, que ahora precisamente son los que nos dejan espacio para compartirnos entre gustos y pláticas.
Él ha designado los viernes como el día de pedir comida chatarra, es un tramposo, sabe que yo cocino toda la semana y es obvio que para el viernes ya no me apetece hacerlo más. Siempre es así, va por lo más rápido, por lo de menos esfuerzo y es muy tentador dejarse influenciar por el. Si él fuera lo contrario, o fuera como yo, quizás ya me hubiera vuelto loca, pues yo tengo mis estrictas formas de hacer las cosas, mi manía en contar porciones, de no saltarme pasos, mi gusto y a veces aprensión de cuidar los detalles al intentar comer más sano; él ese yang o yin que a veces necesito. Sobre todo en tiempos como esta semana, donde mi energía es baja, donde mi cuidado flaquea y mis ganas no son muchas, él me levanta, con sus antojos por las cosas, con su desesperación de verme muy quieta o muy lenta y eso es lo que se me había olvidado, también me ayuda a andar.
Antes de recordarlo y no tratando de sentirme mejor, encontré un post que decía que con tu imaginación trajeras al presente las sensaciones de estar en tu lugar favorito o en momentos que atesoras y que te hicieron sentirte feliz. Pero no estaba muy segura de que eso me hiciera sentirme mejor, en su lugar, recordé no el día más feliz, sino el día que a empujones él me salvó la vida.
Hace algunos años, fuimos a la playa en uno de esos viajes que hacíamos con papá. Mi hermano y yo decidimos irnos a un pedazo del mar que se veía que podíamos estar más adentro y el agua aun nos llegaría a la cintura. Dejamos durmiendo a mi papá y nos metimos con nuestros goggles para nadar tranquilamente. Ya adentro, cuando menos sentimos una ola gigante nos arrastró mar adentro, seguida por dos olas más que nos revolcaron, dejándonos lejos de la playa donde ya no tocábamos la arena con los pies. Cuando nos dimos cuenta, comenzamos a nadar de regreso, pero estábamos justo en medio de una corriente que nos jalaba hacia adentro de nuevo. Mi hermano, que no estaba tan lejos de mí, se acercó y comenzó a empujarme con todas sus fuerzas, quizás algo en su experiencia le decía que yo no saldría por mi propia fuerza, o quizás solo su instinto de hermano mayor hizo que me ayudara a sacarme de ahí. El poco aire que teníamos no nos dejaba hablar, pero yo entendía que tenía que seguir porque él no paraba de empujarme, y así tomando grandes bocanadas de aire, lo hizo hasta que se cansó. Si yo me acuerdo sentir que ya no podía, no me imagino él cómo estaba.
Antes de que nos dejáramos vencer, llegó otra ola y el me gritó que nadara por abajo, y así, tomamos nuestra última oportunidad para llegar a la orilla. No sé si alguien haya estado alguna vez a punto de ahogarse en el mar, pero cuando estas saliendo no te detienes hasta que no estas completamente fuera del agua.
Él y yo sabemos contar esa anécdota de una forma más cómica porque también lo fue, y aunque siempre terminamos viendo ese lado B de la vida, ambos sabemos lo que fue vernos ahí, solos y en peligro.
Él nunca me guió con su ejemplo, los que nos conocen saben por qué, y quizás el nunca ha buscado que así sea. Pero a veces también me muestra una fuerza que me hace querer ser igual de fuerte que él; y también sin querer, es la misma que me cuida de una manera que yo no he sabido cuidarme de mí misma, de mis ansiedades y de mis depresiones.
Hoy no son los recuerdos de momentos felices los que me componen el día, sino aquellos en donde estuvo a prueba nuestra existencia, momentos donde la fuerza de los míos me hace sentir hoy la propia, y que me recuerda que hemos pasado peores.
Hemos pasado peores.

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