Todo pasa.
- Mariana Castañeda
- 9 sept 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 21 abr 2021
De un tiempo para acá las uñas de mi mano portan una forma almendrada, así llaman las chicas en los negocios de uñas a la forma que me viene mejor para dejarlas largas sin que sean estorbosas a la hora de escribir, cocinar y lavar. Dato que a nadie puede importar seguramente, pero para mí, tener mis uñas largas es más que un gusto estético, es también la métrica de mis ansiedades, miedos y arrebatos.
Cada fin de semana las limo y a veces las pinto de un nuevo color dependiendo mi humor y las ganas que tenga, pero también como hoy en plena mitad de semana me veo limándolas de nuevo, pues han sido víctimas de un pequeño atraco, uno de esos a los que están acostumbradas: mis dientes mordieron una de las puntas en medio de una conversación por teléfono y al colgar me di cuenta que el daño era notable e irreversible. Mientras volvía a darle la forma que con tanto ahínco insisto mantener, pensaba en la sensación que no sólo modificó esa forma, sino que también quedó en mi cuerpo dejando una tensión en el pecho que después me percaté también la tenía en el cuello y en la garganta y que subía por mis cienes hasta llegar a la cabeza. En ese momento identifiqué que ya había tenido ese malestar esta mañana, -no es por la llamada-, me contesto tras un análisis minucioso al que me someto, -quizás está desde el inicio de esta misma semana-, deduzco cual investigadora como si se tratara de un crimen sentirse mal o experimentar ansiedad. Quizás lleva más tiempo ahí.
Hay cosas que solo el cuerpo sabe. La sensación que estaba experimentando me parecía ya conocida.
A inicios de este año tomé uno de los talleres que más atesoro y agradezco haber tomado. El primer día estaba tan nerviosa que sentía ganas de salir corriendo. Mi primer taller de escritura donde probablemente leer mis escritos sería un ejercicio inapelable, y eso me aterrorizaba.
Como la mayoría de las cosas que me dan miedo existen más en mi mente que en la realidad, el monstruo de cien cabezas juzgonas (según yo) terminó por ser sólo una, la mía, y se aplacó en cuanto todos leyeron mis cuentos, bien o mal hechos pero los leyeron y nada más pasó.
Más temprano que tarde, me acostumbré a exponerme y a tomarle gusto al equivocarme para aprender. Así los jueves comenzaron a ser mi día favorito de la semana donde prácticamente vivía para ellos, formaba mis actividades y agendaba todo al rededor de.
A mitad del taller preocupada un poco por la vida y el misterioso futuro de mi carrera, me dirigí a esa cafetería donde tomaba las clases y donde siempre llegaba antes para tomar algo mientras esperaba la hora de la clase. Esa vez no tenía mucho dinero para gastar, me encontraba pagando un tratamiento que ahora se llevaba todos mis ahorros y más. Así que me no me senté en ninguna mesa para no llamar la atención en vano de algún mesero y me fui a parar afuera del salón, esperando la hora.
Ya adentro y antes de comenzar la clase, el calor que hacía en aquella noche hizo que todos quisieran ordenar algo para tomar, incluso la maestra. Los vinos tintos y blancos, las ensaladas frescas, aguas minerales con hielo y frappés desfilaron ante mí, siendo yo la única que no tomaría nada. Afuera, como cada jueves en esa cafetería sonaba una banda de jazz, que si no hubiera sido tan buena la clase, a cualquiera distraería y provocaría las ganas de bajar a escucharla en la compañía de cualquiera de esas bebidas.
Yo tardé en concentrarme en la clase, no sé si era por el calor, la sed que sentía o las ganas de vivir otras circunstancias para disfrutar el momento, o el conjunto de todo eso. Comencé a sentir que me enfermaba, una tensión en el pecho, en el cuello y en la garganta que subía después a la cabeza. Eran las ganas de querer resolver mis cosas pero no sentirme capaz, sentirme privada de disfrutar el momento solo porque mis circunstancias no eran las mejores. La inseguridad de no poder con algo se asomaba por la puerta de aquel salón al que yo insistía en mirar. Curiosamente cuando uno se siente asustado voltea a ver afuera y nunca adentro, a la espera ferviente de que algo venga a quitarte de ahí, a moverte, a salvarte. Esa noche mordí mis uñas, no las tenía tan largas como ahora, pero recuerdo haber visto desaparecer hasta el barniz que traía. Nunca había deseado tanto que la clase terminara y que yo pudiera manejar de vuelta a casa para pensar en mis propios problemas, para seguir mordiendo mis uñas y claro, para llegar a tomar agua.
Queriendo sacudir un poco la sensación que ahora me recordaba a aquel momento, me puse a caminar en la casa, me percaté que afuera llovía y que la ventana donde tengo mis plantas estaba abierta, la iba a cerrar pero sentí que ellas estaban bien así, la brisa y el aire les caía bien después de estar tanto tiempo aquí, adentro.
Qué saben las plantas de la paz que nos dan y de lo mucho que nos proyectamos en ellas a veces. Era yo la que quería espacio, la que quería salir y olvidarse un poco del deber ser, de los compromisos de dinero, de idear un plan a futuro que me tranquilice, del querer sentirme resuelta en todos los sentidos como si la vida fuera así siempre.
Qué saben las plantas de nuestros vaivenes humanos en donde casi no observamos pero todo sentimos y poco decimos. Quién fuera ellas, que si llega el sol, el aire y el agua se dejan ser, se adaptan, se modifican si es necesario.
Sé que nosotros también lo hacemos, externando queja y dolor quizás, pero también ocurre, también lo que nos pasa, algún día pasa.

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